Érase una vez, una tarde fría de invierno. Muy, muy fría. Ellos estaban en el alto de la ciudad, mientras contemplaban el paisaje. No hablaban. Simplemente, estaban ahí, viviendo la vida y disfrutando el momento.

Entonces ella le miró.  
Él no se dio cuenta, pues estaba mirando el paisaje que se extendía ante ellos enfrascado en sus pensamientos. Mientras le observaba detenidamente, ella se dio cuenta de la suerte que tenía de tenerle. Era el único que sabía hacerla reír hasta que le doliese el estómago y de los pocos que siempre habían estado ahí para secarle las lágrimas. Recordó todos los momentos que habían pasado juntos, los buenos y los malos, y las mariposas de su estómago revolotearon una vez más. Rezó a sí misma para que nunca la abandonase. Porque ella sabía que le amaba como ninguna jamás lo haría.

Entonces él la miró.
Se dio cuenta de que ella le estaba mirando y la observó con su ternura habitual. Ella era la única que siempre había estado para él, en todo momento, y la que siempre sabía sacarle una sonrisa. No entendía cómo se había vuelto tan especial para él en tan poco tiempo, pero lo que sí sabía con certeza es que no quería ni podía dejarla ir. La necesitaba en su vida como si de su propio oxígeno se tratase. En ese instante, descubrió que no podía imaginar una vida sin ella. Él, simplemente, la amaba como ninguno antes la supo amar.

Y ahí estaban ellos. Juntos, unidos, abrazados... enamorados.


Comentarios

  1. Awwwww!! me encantooo!! la verdad me identifica mucho este texto. Siento que es el momento indicado para leerlo, como cuando las cosas llegan de repente para guiarte. Gracias por escribirlo y darlo a conocer!! es hermosoo!! besos! sigue escribiendo así, Anabella

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